Dios, Tú eres mi fortaleza…


El Salmo 91 nos abre una ventana a la experiencia de fe de alguien que ha aprendido a confiar en Dios en medio de la adversidad. Una de sus confesiones más poderosas es: “Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré” (Salmo 91:2 RVR1960). Aquí encontramos no solo una decidida declaración de dependencia, sino también una poderosa proclamación de victoria.

Llamar a Dios “fortaleza” es reconocer que nuestra vida necesita un cimiento firme para resistir las pruebas y superar los conflictos. Una fortaleza es un lugar alto, seguro, construido para proteger a quienes se refugian en ella de los ataques enemigos. En la antigüedad, era símbolo de poder, defensa y seguridad. Así también, Dios se convierte en una muralla extraordinaria y firme que rodea y protege a sus hijos. Frente a la fragilidad humana, la fortaleza divina ofrece firmeza, estabilidad y paz.

Cuando el salmista declara: “Tú eres mi fortaleza”, está diciendo que su confianza no se apoya en su propia capacidad, ni en alianzas humanas, ni en recursos materiales. Todos esos pueden fallar. La verdadera fortaleza está en el Señor, el Omnipotente que sostiene y defiende. En este sentido, la fe no es un simple sentimiento de ánimo, sino una decisión radical de apoyarse en Aquel que es firme y eterno.

La vida nos confronta con enemigos visibles e invisibles: la enfermedad, la injusticia, la violencia, los miedos internos, la incertidumbre del futuro y la polarización ideológica. Todos ellos buscan debilitarnos y robarnos la fe y la esperanza. Sin embargo, el Salmo 91 nos recuerda que, aun cuando todo alrededor tiemble, hay un muro firme: el Señor Altísimo y el Dios Todopoderoso. Su fortaleza no depende de las circunstancias, porque Él es inmutable y fiel.

La confesión de fe también transforma la manera en que enfrentamos el peligro. El salmo menciona pestilencia, saeta, terror nocturno, destrucción. En lugar de negar la existencia de estas realidades, el salmista proclama que en medio de ellas se puede vivir confiado. ¿Por qué? Porque la fortaleza no está dentro de nosotros mismos, sino en Dios que nos guarda. Es la diferencia entre enfrentar la vida solos o hacerlo sostenidos por un poder mayor que todo mal.

Al llamar a Dios “fortaleza”, también afirmamos que Él no solo nos protege, sino que nos capacita. Una fortaleza es un lugar desde donde se resiste, pero también desde donde se aprende, se practica y se avanza. Así, la fortaleza de Dios no nos encierra en un refugio pasivo, sino que nos da fuerza para seguir adelante, para levantarnos después de la caída, para perseverar en la fe, para proyectarnos al futuro, para soñar con un mundo mejor, de “cielos nuevos y tierras nuevas”.

La respuesta de Dios confirma esta confianza: “Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre” (Salmo 91:14b RVR1960). Cuando reconocemos a Dios como nuestra fortaleza, Él nos eleva por encima de las circunstancias y nos da una perspectiva diferente: la mirada de la fe que ve más allá del peligro inmediato.

Hoy más que nunca necesitamos repetir con el salmista: “Tú eres mi fortaleza”. En medio de la debilidad, encontramos fuerza; en la inseguridad, hallamos seguridad; y en la incertidumbre, recibimos esperanza. Quien hace de Dios su fortaleza puede caminar sin temor, porque sabe que está sostenido por un poder que nunca falla.

Oración:

Señor eterno y Dios que es fortaleza, nos presentamos ante ti con humildad, para que se manifiesta tu gracia entre nosotros para superar enfermedades, dificultades interpersonales y adversidades familiares fundamentados en la paz y en tu justicia. Ayúdanos a llegar a ser lo que tú quieres que seamos. En el poderoso nombre de Cristo, amén.

Fuente: YouVersion 

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