¿Quién como el Dios Altísimo?
«VAMOS,
EDIFIQUÉMONOS una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta
los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre
la superficie de toda la tierra» (Gén 11:4).
Estas son las
orgullosas palabras de los descendientes de Noé antes de comenzar la
construcción de un enorme edificio como monumento a su grandeza, un santuario
que también pretendía conectar el cielo con la tierra en un intento conjunto de
reducir a Dios a su nivel.
Buscando
sabiduría de lo alto
Al igual que el
pueblo de Babel, los antiguos sumerios (5000 a.C.–1800 a.C.) tenían la mirada
puesta en los cielos. A lo largo de los siglos, muchas civilizaciones se han
sentido fascinadas por los cielos, los planetas y las estrellas, creyendo que
los cuerpos celestes eran reinos habitados por dioses y diosas. ¡Una hueste
cósmica y politeísta!
La práctica y la
mitología sumeria creía que existía una forma de recibir revelación especial de
los dioses. Sumeria tenía castas sacerdotales, expertos instruidos que se
especializaban en artes mágicas, hechicería, astrología, adivinación por
oráculos y canalización de espíritus (dioses) para obtener un conocimiento
místico que beneficiara sus vidas en la tierra.
Los zigurats, o pirámides escalonadas, fueron construidos en las ciudades del territorio sumerio conocido como Mesopotamia. Uno de los principales propósitos de estas edificaciones era crear un portal en la cima del zigurat para que una deidad invocada pudiera descender del cielo a la tierra y encontrarse con los sacerdotes sumerios. En este portal sagrado (casa), el o los dioses invocados podían instruir a los sacerdotes paganos sobre la agricultura, la guerra, la sumisión o el apaciguamiento de un dios en particular, advertirles de futuras desgracias o proclamar maldiciones a causa de los comportamientos inapropiados.
La futilidad del
orgullo humano
Uno de mis
sonetos favoritos, Ozymandias, subraya irónicamente este mismo
punto. Percy Shelley publicó este poderoso soneto el 11 de enero de 1818,
después de estudiar los escritos del historiador griego Diodoro Sículo (siglo I
a.C.) junto con su amigo y también poeta Horace Smith. La obra de Diodoro
reflexionaba sobre las ruinas del antiguo Egipto, describiendo los restos
fragmentados de estatuas y monumentos dedicados a faraones de tiempos ya
lejanos. Shelley y Smith compusieron cada uno un soneto en el que reemplazaron
el nombre del faraón Ramsés II por el de Ozymandias.
Este es el poema
de Ozymandias de Shelley:
“Conocí a un
viajero de una tierra antigua,
que dijo: Dos
enormes piernas de piedra, sin torso,
se alzan en el
desierto. Cerca de ellas, sobre la arena,
medio hundido,
yace un rostro destrozado, cuyo ceño,
labio arrugado y
gesto de frío mandato,
revelan que su
escultor bien comprendió esas pasiones
que aún
sobreviven, impresas en estas cosas sin vida;
la mano que las
burló y el corazón que las alimentó.
Y en el pedestal
se leen estas palabras:
‘Mi nombre es
OZYMANDIAS, Rey de Reyes;
¡Contemplad mis
obras, poderosos, y desesperad!’
Nada más queda.
Alrededor de esa ruina colosal,
inmensas y
desnudas se extienden a lo lejos
las solitarias y
llanas arenas”.
Este es un poema
muy apropiado cuando consideramos la Torre de Babel junto a imperios como
Egipto, Asiria, Babilonia y Roma. Todos comparten un tema común: el estado del
corazón humano. Cuando los seres humanos ceden al orgullo y la arrogancia, no
pueden ver más allá de un monumento erigido para la supuesta gloria de su
propio nombre. En ese momento, la humanidad se deja engañar y cae en la trampa
de creer que su gloria perdurará por toda la eternidad, como el legendario
Ozymandias, quien sucumbió ante la falsa gloria de la arrogancia humana. Sin
embargo, la realidad siempre nos recuerda con firmeza que el ser humano es
finito, y que solo hay un Dios verdadero, tal como lo revela claramente la
Biblia.
Cuando Dios
descendió
Esto es lo que
el pueblo de Babel no entendió. Rechazaron el mandato dado por Dios de “ser
fructíferos y multiplicarse” (Gén 1:22, 9:1) e intentaron dominar su
propio destino al querer poner a Dios al mismo nivel que ellos. Neciamente
creyeron que podían hacer que Dios descendiera a su nivel y así conquistarlo o
reducirlo. Lo que sucedió es increíble. Después de observar la rebelión del
hombre y las asombrosas capacidades creativas que Él mismo les había dado (Gén
1:26), Dios realmente descendió (Gén 11:7). Sin embargo, Su “descenso
celestial” no fue para otorgar conocimiento místico a la humanidad, y
ciertamente no fue para hacerse su igual. En cambio, vino a castigarlos. Dios
dispersó a los obsesivos constructores de la torre al confundirlos con
múltiples lenguas (Gén 11:9). Con el factor unificador de una sola lengua
eliminado, el pueblo no pudo cooperar y abandonó su proyecto de alcanzar los
cielos y completar la ciudad (Gén 11:8).
La palabra hebrea balal significa “confundir” o “mezclar.” Sin embargo, como señala Peterson, “Babel y Babilonia son términos claramente relacionados tanto en etimología como en geografía, derivados —según se argumenta— de la palabra acadia Babili(m), que significa ‘puerta del dios’”. Esto resulta muy apropiado, ya que tanto Babel como Babilonia, además de ser ciudades literales, se interpretan en la Biblia como orgullo, arrogancia y mundanalidad del ser humano (ver Apocalipsis 17:5).
Dios es Señor en
la tierra
A pesar del
orgullo del hombre (Pro 29:23), la Biblia revela a Dios como el Dios del mundo
y el Dios de Israel. Dios es el Creador de la tierra (Gén 1:1) y llama “buena”
a Su creación terrenal. Después del Diluvio, que limpió la tierra del mal del
hombre, Dios se reconectó con el hombre y con la creación renovada mediante la
señal del arcoíris (Gén 9:16-17). Dios eligió a un hombre llamado Abram y
prometió construir a través de él una nación elegida, basada en un pacto.
También prometió bendecir a todas las familias de la tierra mediante este pacto
(Gén 12:3). La declaración de Abraham al rey de Sodoma habla de Dios como Señor
de la tierra: «…SEÑOR Dios Altísimo, creador del cielo y de la tierra» (Gén
14:22).
Moisés reveló la
soberanía absoluta de Dios al pueblo de Israel: «…el Señor es
Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra; no hay otro» (Dt 4:39). El
Salmo 47:7 llama a Dios “Rey de toda la tierra”. En el
nacimiento de Jesús (Yeshúa), los ángeles cantaron: «Gloria a
Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se
complace» (Luc 2:14, Sal 57:5). En la ciudad de Atenas, Pablo confronta al
pueblo sobre un ídolo al ‘Dios desconocido’. «El Dios que hizo el mundo y
todo lo que en él hay, puesto que es Señor del cielo y de la tierra, no
mora en templos hechos por manos de hombres, ni es servido por manos
humanas, como si necesitara de algo, puesto que Él da a todos vida y aliento y
todas las cosas» (Hch 17:24-25).
Dios de Israel
Sin embargo,
Dios también es el Dios de Israel. El rey David proclamó: “¿Y qué otra
nación en la tierra es como Tu pueblo Israel, al cual Dios vino a
redimir como pueblo para Sí, a fin de darte un nombre… Pues hiciste a
Tu pueblo Israel pueblo Tuyo para siempre, y Tú, Señor, has venido a ser
su Dios” (1 Cr 17:21-22, Dt 7:6). Dios es descrito como “el
Dios de los hebreos” (Éx 3:18), y Moisés lo llama el “Dios de
Israel” cuando confronta al faraón (Éx 5:1). La declaración más
importante en el judaísmo, el Shemá, llama a Israel a “escuchar”
(obedecer) porque “¡el SEÑOR es nuestro Dios, el SEÑOR uno es!” (Dt
6:4). Josué atribuye su éxito militar al Dios de Israel (Jos 10:24-25), y este
mismo título se asocia con la herencia de la tribu de Leví (Jos 13:14). El
canto de Débora reflexiona sobre el poder de la naturaleza del pacto de Dios en
el Sinaí (Jue 5:5, Sal 68:8). Los Salmos 41:13 y 106:48 describen al Dios de
Israel como “de la eternidad y hasta la eternidad”. La fuerza y el
poder emanan del Dios de Israel (Sal 68:35), mientras Él obra maravillas (Sal
72:18) y venga a sus enemigos (Is 1:24).
Este es un
lenguaje radical en una época en la que todas las naciones creían en una
multitud de dioses que controlaban regiones y ciudades. El erudito judío
Michael Wyschogrod señala la singularidad del Dios de Israel cuando escribe: “Hay
tantos reyes como dioses porque la autoridad de cada uno estaba restringida a
un territorio determinado. Salir de ese territorio es salir de la jurisdicción
del dios que reina sobre él. El mandato a Abraham de dejar su tierra para ir a
una tierra que Dios le mostraría revela a un Dios cuya soberanía no está
limitada a un solo territorio, sino que es el Dios de Abraham tanto en Ur de
los caldeos como en Canaán, y en cualquier otro lugar que Abraham visite. Tal
jurisdicción divina internacional no tiene precedentes”.
El Dios de
Israel es comparado con un Esposo hacia Israel (Is 54:5-7), y Su fidelidad al
pacto no tiene límites (Jer 31:33). El pueblo se maravillaba ante los milagros
de Jesús y “glorificaban al Dios de Israel” (Mt 15:31). Cuando
Pablo predicó en Antioquía de Pisidia sobre por qué creía que Jesús era el
Mesías, presentó su argumento fundamental basado en la relación de pacto entre
Dios e Israel (Hch 13:16b-17).
La Fidelidad
eterna de Dios
Sin lugar a
dudas, vemos a Dios obrando de maneras extraordinarias sobre esta tierra, en
las naciones y en Su fidelidad única del pacto con Israel. Su palabra se está
cumpliendo literalmente ante nuestros propios ojos (Jer 16:14-17), al restaurar
al pueblo judío a su antigua tierra ancestral. Él lo hace no por causa de
Israel, sino por amor a Su Santo Nombre (ver Ez 36:22-28, Gén 15, Sal
105:7-11). Con amor inquebrantable, Él mantiene Su pacto, tanto con Israel como
con aquellos injertados (ver Rom 11), una relación en la cual “los
dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Rom 11:29). Esta
fidelidad eterna del Dios de Israel, quien es el Dios del mundo, jamás será
humillada por el orgullo del hombre. Un día, todas las “torres de Babel” que se
han levantado en este mundo se desmoronarán hasta convertirse en polvo bajo los
pies del Rey.
Por Rvdo.
Peter Fast - Julio de 2025
Traducido por
Ara Sainz – Voluntaria en Puentes para la Paz
BRIDGES FOR PEACE
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