El taller del Alfarero
El
profeta Jeremías había sido invitado a visitar al alfarero que estaba
trabajando con su torno, pero “la vasija de barro que él hacía se echó a perder
en su mano; y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla”
(Jeremías 18:4).
Retrocedamos muchos siglos atrás; vayamos al día de la creación del hombre. El
divino Alfarero “formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz
aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Pero pronto la
vasija se echó a perder. ¿Por qué? Por el pecado.
¿Iba Dios a deshacerse, mediante un juicio merecido, de ese hombre que se había
vuelto pecador? No. ¿Le daría simplemente la espalda y lo abandonaría a su
suerte? Tampoco; esa no era una solución. ¿Arreglaría la vasija, mejoraría al
hombre pecador? Imposible. Dios vio “que la maldad de los hombres era mucha en
la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de
continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). El corazón humano es incurable
(Jeremías 17:9).
Entonces Dios, a partir de la arcilla arruinada, hizo otra vasija, una nueva
creación (2 Corintios 5:17). “Nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (v. 18).
¿Cómo se pudo realizar una obra así? Por la muerte de Cristo.
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
¿No sabéis que los
injustos no heredarán el reino de Dios?… Mas ya habéis sido lavados, ya habéis
sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por
el Espíritu de nuestro Dios. 1 Corintios 6:9-11
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